EDUCAR LA FRUSTRACIÓN

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En los últimos años, la frase “es que tiene una baja tolerancia a la frustración” se ha convertido en una idea recurrente para que muchos padres justifiquen ciertas actitudes de sus hijos.

Según los expertos se trata de un flaco argumento, porque la vida está plagada de frustraciones y es vital aprender a lidiar con ellas, ya desde niños.

 

Educar la frustración

Guillermo y Lucas no se conocen, pero son dos niños muy similares. Para empezar, ambos parecen tenerlo todo. Viven en casas confortables, con padres atentos que los alimentan, visten y cuidan adecuadamente. Van a la escuela, practican deportes, aprenden idiomas, tienen amigos, abuelos que los adoran y, a sus cinco y nueve años respectivamente, ya han viajado mucho más que lo que sus padres habían viajado cuando tenían su edad.

Con la suma de los iPads, ordenadores portátiles, Xboxes y maquinitas varias de Guillermo y Lucas se podría montar una pequeña tienda de electrónica. La pantalla es parte de sus vidas y, como para la mayoría de los niños de hoy, su principal fuente de entretenimiento.

Como a muchos de los niños de hoy, también les cuesta distraerse solos y, aunque tienen cantidad de juguetes, apenas los usan. Y eso que sus juguetes no virtuales (en especial sus docenas de coches) son de altísima calidad. De factura alemana, duros, muy resistentes... Así, en caso de que jueguen con ellos, no existe el peligro de que se les rompan y, en consecuencia, de que los niños “se frustren”, uno de los temores de los padres de ambos.

Porque Guillermo y Lucas, además de todo lo anteriormente citado, tienen otro rasgo en común: una característica que sus devotos padres esgrimen cada vez que protagonizan rabietas (algunas con escupitajos incluidos), pegan, gritan o no aceptan un “no” por respuesta.

Guillermo y Lucas, según sus progenitores, “tienen una baja tolerancia a la frustración”.

Esta frase, hoy casi un mantra, es el resultado de una misión cada vez más habitual entre las nuevas generaciones de padres y madres de este siglo: que sus hijos no se frustren.

Con toda la buena voluntad del mundo (pero cometiendo a la vez un error monumental), muchos padres y madres quieren evitar a toda costa que sus retoños experimenten esa sensación incómoda, desagradable incluso, que es la frustración. Eso que el diccionario describe como “acción y efecto de privar a alguien de lo que esperaba”.

Los obstáculos, parte de nuestras vidas

La frustración (para qué engañarnos) es muy pesada. Tremendamente frustrante. Escribir un texto y que no te salga. Enamorarse de alguien y que no te corresponda. Participar en una carrera y no ganar. Preparar un pastel y que no suba. Empezar un puzle y ser incapaz de acabarlo. Que no te inviten a esa fiesta a la que ansías ir. Que no te compren el nuevo par de bambas de Messi. Que llueva cuando querías que hiciera sol. Que no te pregunten lo que querías que te preguntaran (o lo único que habías estudiado) en el examen…

La lista es inacabable, porque la vida está llena de frustraciones. Algunas pequeñas, como que se te rompa el cochecito con el que estabas jugando. Otras enormes, inmensas, como que se muera alguien a quien quieres.

Por eso, porque está ahí y hay que saber lidiar con ella, resulta extraño que “la baja tolerancia a la frustración” de sus hijos se haya convertido en una frase corriente entre los padres de hoy en día.

Una frase que sirve tanto para justificar malos comportamientos, como malas notas y caprichos de todo tipo. Una frase que, además, ha traspasado las fronteras de la familia y la escuela, para pronunciarse, como me cuenta la pedagoga María de la Válgoma, en las consultas de los psicólogos.

Estos profesionales, observa, “te dicen que, como a los niños nuestros no les hemos exigido nada, tienen una falta de resistencia a la frustración absoluta… Las consultas están llenas de esto”.

Ella también lo ve a diario con muchos de sus alumnos de la facultad de Derecho, incapaces de asumir sus responsabilidades.

Sus estudiantes son ya adultos, pero ha sido educados con el motto “que mi niño no sufra”. Una forma de crianza muy en boga en los últimos años, también conocida como hiperpaternidad, que, como explica la psicóloga Maribel Martínez, busca garantizar el confort del hijo hasta el extremo “de quererles evitar, a toda costa, que algo les afecte”.

Que el niño no llore, que no se haga daño, que no se caiga, que no se traumatice por comer o hacer algo que no le guste… 

Padres bienintencionados pero equivocados

Explica Maribel Martínez que detrás de todas estas premisas hay unos padres bienintencionados, sí, pero apunta que “educarles así, quererles evitar a toda costa el sufrimiento, el dolor de la vida, no funciona, porque es como tenerlos entre algodones siempre, y en el camino se pierden aliados tan vitales como son la adquisición de responsabilidad y el aprendizaje de la autonomía”.  

Éstas son dos de las “gravísimas consecuencias”, como define esta especialista, de una crianza en la que se ve normalísimo que el niño tenga una baja tolerancia a la frustración. Una crianza que produce niños con un umbral de resistencia a la frustración tan bajo que “cuando ven que algo no funciona o que no se están cumpliendo sus expectativas, se hunden”.

El problema, si no se ataja, puede agravarse en la adolescencia, porque “un adolescente que no tiene tolerancia a la frustración es un adolescente conflictivo, que se puede llegar a deprimir porque la vida le resulta insoportable”, describe Maribel Martínez.

Es un adolescente que, en el momento en el que hay un conflicto con sus iguales, “no sabe cómo gestionarlo, porque nunca le han enseñado”. En consecuencia, son chavales que pueden tener problemas de sociabilización, y también en casa.

Para ellos todo es un problema, porque en el día a día estamos rodeados de continuas frustraciones, de muchas cosas que no pueden ser. Por lo tanto, al no estar acostumbrados, la vida se convierte en algo insoportable”. 

Las frustraciones son parte de la vida. Por eso, es tarea de los padres educar a los hijos en su aceptación: entrenarlos a encajarlas. ¿Cómo? Con límites, con “noes” consistentes y sin intervenir a la mínima que tienen un problema.

Hay que darles armas para enfrentarse a la frustración, no esquivarla con excusas, medallas de consolación o coches irrompibles. En especial, no esquivarla esgrimiendo “la baja tolerancia” del hijo como si fuera una enfermedad crónica e inevitable: un nuevo síndrome con el que los padres no tienen nada que ver.

Fuente: Eva Millet

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